Un relato por Ricardo Lista.
La relación de la literatura con los inodoros es de larga data. Privilegiado sitial de aislamiento, el váter no sólo es un objeto o un lugar: es un tiempo, y al igual que el del viaje en colectivo, suele redimirse entre las páginas de un libro, aunque hoy sea colonizado por las ominipresentes redes que el celular introdujo al sagrario.
Él iba todas las mañanas allí. Pasaba algunas horas, contemplando el pasado. Sólo recuerdos había.
Que la vendiera, le dijeron. Jamás lo intentó. Era más costoso el proceso de venta que la casa misma. Además, así estaba bien.
Sólo recuerdos había. Y un inodoro. Una gloria de la familia, traído desde Europa por su bisabuelo. Permanecía incólume, incorruptible. Sin dudas, un objeto perteneciente a otra época, cuando las cosas se hacían para durar, con arte y oficio. Y así fue, resistió cuatro generaciones y todos los embates del siglo XX. Y ahora, rodeado de materia muerta que cae por propio peso y olvido, permanece allí, puente legítimo a lo que fue y ya no es.
El portón de hierro de la entrada sonó. Un vendedor ambulante —de diversas cosas, argumentalmente útiles, pero prácticamente inútiles— llamó su atención:
—Señor, ¿me compraría..?
Él se negó. Dijo no a esto y aquello; también a lo otro. Nada. Solo quería estar en otro tiempo. Y ese hombre, el vendedor, lo traía a éste.
—Bueno, por lo menos ¿me deja pasar al baño? —rogó el vendedor.
Sus ojos imploraban piedad. Él fue indulgente y accedió. Caminaron por la galería descascarada; atravesaron los restos del patio y dieron con el baño, de los de antes, grande, alto, frío y fuera de la casa. Poco quedaba de lo que fue. Mucho se había roto. Otras cosas, la bañera, por ejemplo, o la grifería, habían sido rapiñadas por algún familiar; él no lo recordaba. Pero el inodoro… A ése no lo tocaron. Es como si el mandato del bisabuelo estuviera grabado en el sanitario. Sagrado, allí lo dejaron. Y, quizá, su loza blanca, aura impoluta, era el vórtice de atracción que hacía que él, cada mañana, fuera a aquél cementerio de recuerdos.
Perdido en algún pensamiento estaba, cuando el vendedor ambulante salió. Se acercaba limpiándose las manos en el pantalón, con la cara relajada, llena de alivio y agradecimiento.
—-Es que es muy difícil…
—Se lo vendo —dijo él.
—¿Qué cosa? —preguntó el vendedor.
—El inodoro —repuso él. Y no le dio tiempo al otro para negarse. Lo tomó del brazo y lo llevó al baño. Se plantaron delante del artefacto.
—-Es una gran pieza del arte decorativo y funcional. Este objeto lo trajo mi bisabuelo de Europa, a fines del siglo XIX. Era otro mundo. Loza francesa. Por ahí está la firma del fabricante…
El vendedor se rascó la cabeza. Poco entendía de lo que él hablaba y, la verdad, no necesitaba un inodoro. Pero él continuó:
—… estos ya no se hacen. Se perdió la técnica y el oficio. Diría yo, que es el último, y único, en todo el mundo…
El vendedor seguía rascándose la cabeza. No lo necesitaba. Pero eso que él había dicho, que era el último en el mundo, sin más, eso, le activó su instinto de vendedor callejero, repleto de pragmatismo y oportunidad. Bajó su mano de la cabeza, enderezó el tronco y dijo:
—Sólo puedo darle cien.
Él se consternó. —¿Cien? Oiga, le acabo de decir que es único.
—Sí, lo escuché —dijo el vendedor— pero... vienen mal las ventas ¿vio?
En verdad, a él no le importaba el beneficio; quería deshacerse del inodoro, exorcizar esa maldición, que lo llevaba cada mañana de su vida a ese lugar lleno de fantasmas. Pero, tampoco quería que se fuera así: debía honrar la memoria del bisabuelo… de alguna forma.
—Mire —dijo él— entiendo lo que me dice; y sí, son tiempos duros. Pero usted tiene aspecto de ser alguien digno. Y se merece ser dueño de este inodoro… ¡Acepto! Si me da los cien, ya mismo se lo lleva…
Los cien pesos salieron del bolsillo del vendedor, recorrieron el aire entre los dedos de sus manos, pasaron a la otra mano, la de él; y terminaron su recorrido en el bolsillo de su camisa.
Fueron al otro patio, el del fondo, donde antes hubo una quinta. En un rincón, todavía se encontraba haciendo equilibrio el pañol de herramientas, un cuartucho de chapa oxidada y madera podrida. Adentro, además de arañas y ratones, no quedaba casi nada. A pura patada, para no tocar, corrieron algunos bultos y lograron encontrar una tenaza. No era la herramienta que necesitaban, pero era mejor que hacerlo con los dedos de la mano.
En el baño, lucharon largo rato. El inodoro se obstinaba en no ser desterrado de su feudo, se negaba a perder su trono, valga la incoherencia. Con honor, resistió cuanto pudo; pero perdió la batalla.
Por vez primera, después de muchísimos años, mas de un siglo, atravesaría la puerta del baño y vería la luz del día. Pasaron muchos cumpleaños; muchos casamientos; muchas navidades; muchos festejos gastronómicos y su consecuente resultado digestivo. Fue testigo de llantos; fantasías; primeros cigarrillos; odios y risas. Escuchó tangos, boleros y baladas; también rocanrol… fue cómplice del rato de sosiego en medio de tanta vorágine.
Y, sin más, por segunda vez en su existencia (la primera fue cuando llegó) transpondría la puerta.
El vendedor colocó dentro del artefacto su bolsa de cosas inútiles, lo cargó al hombro y marchó rumbo a la calle. Él lo acompañó.
En la vereda, delante del portón, se despidieron. El vendedor caminó hacia la esquina, giró y desapareció de la vista. Él hizo lo mismo, pero hacia el otro lado.
Segundos después, la casa se derrumbó.
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